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21/12/09

EL territorio de lo que somos

A Fundación Germán Sánchez Ruipérez outorga este ano o Premio Xornalístico sobre Lectura a José María Merino por este artigo publicado no suplemento cultural ABC:

Cuando era niño, fascinado por las aventuras de los personajes de las novelas que leía, creía que lo sustantivo de la literatura se hallaba en los azarosos riesgos y en las recurrentes sorpresas de las tramas, de los argumentos. En aquellas lecturas fervorosas, las acciones de los intrépidos protagonistas que, a pesar de tantos y tan continuos peligros, llevaban a cabo sus propósitos, eran para mí el motivo principal de mi compenetración con ellos. El paso de los años me fue descubriendo cualidades literarias menos evidentes que mi poca edad no me había permitido vislumbrar antes, y profundicé en aspectos que entonces no pude siquiera imaginarme, aunque ya los cuentos populares escuchados y leídos me habían advertido de lo que era la sustancia de la ficción, por encima de las peripecias y más allá de que transcurriesen en espacios maravillosos o exóticos: un testimonio peculiar del modo de ser de la gente, de su manera de actuar, un panorama completo, minucioso, de las extrañas, diversas, innumerables, formas del comportamiento humano.

Maneras de sentir. Conforme me iba haciendo mayor fui teniendo cada vez más relación con los habitantes de la realidad, y muy a menudo me desconcertaban determinadas actitudes en los demás o en mí mismo, porque no era capaz de desentrañar de modo cabal su significado. Para mí era evidente que, frente a la opacidad de lo real que me rodeaba, a lo inescrutable o contradictorio de muchas conductas, el mundo de la literatura era diáfano, claro, y los personajes de las novelas me permitían entrar sin restricciones ni dificultades en su interior.

Así fue cómo, para empezar, descubrí que las páginas de las novelas que yo iba pasando, absorto en su lectura, eran puertas sucesivas que me daban entrada a un país único, incomparable, el territorio donde se mostraban con claridad todas las posibles maneras de ser y de sentir, con sus ambigüedades y matices: la lealtad y la traición, el heroísmo y la cobardía, la avaricia y la generosidad, el amor y el odio, la atracción y la repulsa, lo piadoso y lo cruel. De ese modo conocí la nostalgia de Heidi, la osadía de Jim Hawkins y de D?Artagnan, la lealtad de Gabriel Araceli y de Miguel Strogoff, la doblez de John Silver y de Uriah Heep, el afán científico y justiciero del capitán Nemo, la potencia imaginativa de Tom Sawyer y de Guillermo Brown, la perspicacia de Sherlock Holmes, la caballerosidad de Phileas Fogg, la melancolía de Mowgli.

Sutiles enlaces. Con el correr del tiempo, fui ya del todo consciente de que nunca podría entrar en los secretos del comportarse de los seres de carne y hueso, como yo mismo y quienes me rodean, con la diafanidad con que lo hago en los de la literatura: desde el colérico Aquiles hasta el desconcertado Gregorio Samsa, madame Bovary, Ana Karenina, Raskolnikov, doña Berta de Rondaliego, «Bola de Sebo», los Snopes, Hans Castorp, Francisco Torquemada, Segismundo, Oblómov, Humbert Humbert, Molly Bloom, Charles Bingley, Hamlet, un tal Hans Pfaall y tantos otros más, me han enseñado a conocer bastante a los seres humanos de la realidad y un poco mejor a mí mismo. Burla burlando, en un momento de El rojo y el negro, para explicar la confusión de madame de Rênal ante la persistencia del joven Julian Sorel en sus requerimientos amorosos, Stendhal cuenta: «Como madame de Rênal no leía novelas, no sabía lo que le estaba sucediendo?».

Además, la progresión, la abundancia y la riqueza de las lecturas me permitió saber que sutiles enlaces comunican a casi todas ellas, para ordenarlas en mundos característicos: comprendí que la búsqueda del tesoro que intenta La Hispaniola evoca aquella del vellocino de oro que emprendieron Jasón y sus argonautas, y la del Grial de los caballeros artúricos, como la aventura de Huck Finn intentando liberar a su compañero y ayudante, el esclavo Jim, o el ingenio de Kim para la supervivencia propia y del Lama a quien acompaña en busca del Río de la Flecha, no dejan de reproducir ciertas actitudes del ingenioso hidalgo y caballero don Quijote de la Mancha, ayudado por Sancho Panza en su lucha contra los hechiceros y las injusticias, del mismo modo que el mono Hanuman ayudó a Rama en su empresa de rescatar a Sita del poder de los demonios, y también cómo el esfuerzo perseverante de Robinson Crusoe para construir en la isla virginal de su naufragio un lugar de civilización, reproduce todos los mitos originarios sobre la creación del mundo desde la nada. Y muy a menudo, en las narraciones que releo o leo por primera vez, reconozco, disfrazado por el cambio de época, el eco de alguno de los episodios que vivió aquel varón de multiforme ingenio llamado Odiseo, a quien resultó tan complicado regresar a su casa.

El tiempo de la vida. Debo añadir algo que ahora también sé: esas puertas pequeñas, flexibles, de las novelas y de los libros de cuentos, no sólo me han permitido entrar en la médula de las conductas humanas, sino comprender en su verdadera atmósfera material y moral los ámbitos físicos donde vamos cumpliendo nuestro misterioso destino, desde las comarcas, aldeas y megalópolis que evocan las reales, hasta otras poblaciones y lugares solo construidos con materiales fabulosos. Y en todos ellos he percibido transcurrir el tiempo de la vida, el de la dicha y el del dolor, el de las esperanzas y el de las desilusiones, con una perspectiva y una lucidez que no me permite el fluir vertiginoso del tiempo de mi particular realidad.

Muchos creen, todavía en la falacia aristotélica, que sólo en la Historia está el archivo seguro de nuestras circunstancias, pero el más certero registro de lo que caracteriza a la especie humana, donde verdaderamente se encuentra la historia de nuestro corazón a lo largo de los milenios, es en la literatura, constituida desde la capacidad simbólica que nos identifica. Leer nos da acceso al gran espacio de la imaginación reveladora: el país de lo que somos, el territorio de lo que sentimos.

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